Por Osviel Castro Medel
Tal vez uno de los errores más graves que puedan cometerse en nuestro ámbito es creer que una revolución verdadera —nunca ha de faltar el adjetivo del Che— se sostiene con la autoridad de una persona o con el talento de un grupo selecto.
La de Cuba, por ejemplo, sin negar la impronta extraordinaria de sus fundadores, no cristalizó y se desarrolló en las superesferas, sino en el fragor de la participación colectiva, unas veces más tangible que otras.
Tales ideas vienen a colación a raÃz de la elección de un nuevo Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros y la renovación de otros cargos no menos importantes, en una especie de relevo de antorcha, que jamás deberÃamos ver como «un antes y un después».
Claro que resulta un suceso supremo. SerÃa un pecado, como el enunciado al principio de estas lÃneas, olvidar la vieja teorÃa de «la ruptura», que establece lÃneas divisorias entre la generación histórica y sus sucesores; o aquella   de la «ley del tiempo», basada en el desgaste de los lÃderes y en la consiguiente decadencia de las ideas que ellos sostuvieron.
Ambas presunciones retoñaron desde los sesos de los enemigos de este proyecto, pero la experiencia traumática de Europa del Este nos mostró que algunas de las hipótesis cocinadas en el pensamiento y el deseo de nuestros rivales terminaron por hacerse tristes realidades.
Algunos de los «cerebros» antisocialistas simplificaron el derrumbe de un muro mucho más que simbólico en el ascenso a los principales cargos de dirección en la antigua URSS de personas «nuevas»; sin embargo, la verdad es que el sistema se desplomó por errores, ineficiencias, problemas de funcionamiento, el cultivo de la doble moral, el culto a la personalidad y la falta de unidad de los cuadros designados para encabezar el sistema, entre otros lunares.
Por eso mismo, con el paso dado ayer, vuelve a asomarse uno de los retos que pesa sobre nuestros hombros: demostrar que la nación vive y vivirá un proceso de continuidad para seguir haciendo viable un socialismo que necesita perfeccionarse en muchos campos.
Ese desafÃo, por supuesto, será mayor en los próximos años, en los que continuará pendiendo de nosotros la alerta de Fidel cuando en 2005 nos sacudió al asegurar que la peor espada para nuestro socialismo no estaba en   el exterior sino en la incapacidad de     nosotros mismos.
Ayer, al escuchar el diáfano discurso del nuevo mandatario, corroboramos que Cuba necesita todavÃa, para que la espada no nos hiera, discutir más allá del Parlamento, sus verdades y problemas; una discusión que, como dijo el Presidente, requiere más creatividad a toda hora.
Cuba precisa, como señaló él mismo, corregir errores y evitar todo aquello que cause malestar en el pueblo; porque, en definitiva, se sobreentiende que es la llamada gente de a pie la beneficiaria principal de esta hermosa utopÃa que edificamos hace ya seis décadas.
Y el paÃs demanda de las instituciones rectoras de la sociedad, que son las que pueden probar algo repetido, pero no siempre bien entendido por etiquetadores foráneos: nuestro socialismo nada tiene de personalista ni depende en lo absoluto de un apellido.
Cuba necesita, como ratificó DÃaz- Canel, de sus guerrilleros, no solo desde la arista fÃsica —porque un dÃa no estarán— sino, sobre todo, desde su prestigio moral y sus ejemplos gloriosos. Ellos tendrán que ser referentes en cada época futura, como hoy son los mambises de las tres guerras.
El pasado 19 de abril, escuchando las lecciones y consejos de Raúl, viéndolo junto a un hombre que no viene de la generación histórica de la Revolución y a quien le levantó mano ante todos los diputados, pensé mucho en José MartÃ. Porque el Apóstol, al reiniciar, 27 años después, la guerra que comenzaron los próceres fundadores, no trazó fronteras entre luchadores añejos o mozos, sino que vio erguirse, en torno al tronco negro de los pinos viejos, «los racimos gozosos de los pinos nuevos».